María Bonilla Vidal | Altaveu #5 2022
Eladio y Luis regentan su propio negocio en Valencia tras abrir en plena pandemia y tras conseguir su condición de refugiados políticos
La cara de su jefe cuando le dijo que no quería firmar un contrato indefinido no se le olvida. Eladio Hernández aún recuerda cómo todo el mundo a su alrededor le decía que estaba loco, que cómo era posible que rechazara un contrato laboral en esas condiciones y en plena pandemia. Pero él tenía claro lo que quería. Bueno, ambos lo tenían; porque Luis García, su pareja, lo tenía decidido también desde hacía tiempo. No habían llegado desde Venezuela para estar en la misma situación que había estado muchas otras veces, a la merced de otras voluntades.
Querían ser sus propios jefes. Alejarse de la precariedad. Experimentar esa sensación de seguridad que da el hecho de poder decidir sobre tu propio negocio, poder trabajar en las condiciones que tú impongas, no otros. O simplemente, acostarte por las noches con la certidumbre de que al día siguiente tienes un trabajo que te aguarda, una red sobre la que saltar sabiendo que no te vas a hacer daño y que, en raras ocasiones, se habían encontrado a lo largo de sus vidas.
Los meses en los que esperaron que su situación de asilo se resolviese fueron los más complicados, aseguran estos jóvenes venezolanos. “Para mí fue muy duro estar sin hacer nada, relativamente hablando. Haces cursos y formación que te mantienen ocupado, pero, al fin y al cabo, sabes que estás viviendo en un piso facilitado por una ONG y bajo su tutela, sin poder trabajar y ganarte tu propio pan. Eso fue lo que peor llevé. Porque nadie quiere vivir de favores o de solidaridad. La gente quiere trabajar y labrarse su propio futuro”, explica Eladio. El joven narra cómo tuvo que recurrir a ayuda psicológica (que le brindó la ONG Accem) para afrontar esta situación por la que atraviesan cada día miles de personas refugiadas y asiladas: la espera.
La espera de cuatro días retenidos en una sala del aeropuerto de Barajas donde compartían dormitorio con más personas en busca de una vida alejada de la discriminación, la pobreza o la violencia, llegados de todas partes. La espera de unos seis meses para pasar de la tarjeta roja a la tarjeta de residente con derecho a trabajar. La espera de un año y medio para saber si ostentan o no al final la condición de refugiado político o por razones humanitarias. Espaldas y espíritus que acumulan esperas que pesan quintales, siempre con la mirada puesta en un futuro estable, seguro, en paz.
Ese futuro es el presente de Eladio y Luis. Llegaron a Valencia como podrían haberlo hecho a otro sitio. “Cuando estás en el sistema de asilo no se puede pedir un destino concreto”, explica Eladio. Sin embargo, debido a la enfermedad de Luis (padece asma), pudieron esquivar la opción de ser enviados a Asturias. “Explicamos que había motivos médicos para no ir a un lugar tan húmedo y frío. Nos ofrecieron quedarnos en Madrid o venir a Valencia, y sinceramente, después de hacer un poco de documentación, nos gustó más Valencia”, relata con una sonrisa Luis.
No ha sido fácil, pero lo han conseguido. Porque, ¿qué podría ser más sencillo que montar un negocio por primera vez, sin tener ahorros y sin la red que proporciona hacerlo en tu localidad natal o tu familia cercana? Pues, por ejemplo, emprender en plena pandemia mundial, con una economía aún escocida por los meses en los que el mundo se paró, en un país que no es el tuyo, donde desconoces las costumbres (consumidoras y culturales) de la población y a la espera de que se resuelva tu condición de refugiado político.
Pasaron los seis meses bajo el paraguas y el piso de acogida de la ONG. Un periodo que les pasó factura mental, pero que les permitió ir sembrando su semillita en huerta valenciana. “Estamos muy agradecidos porque estuvimos acompañados por trabajadoras de la ONG, psicólogos, abogados… Tuvimos cursos de formación que nos ayudaron mucho, no solo a nivel laboral, sino emocional. El profesor de Valenciano nos explicó no solo la lengua, sino también las costumbres, la situación general política de aquí y otros aspectos de cultura general. Fue de gran ayuda porque, aunque conozcas cosas sobre un país antes de ir a vivir allí, no es lo mismo una vez estas en él. Fue más fácil la adaptación”, relata Eladio. Hoy él y Luis son los dueños de Ahumaglass, un taller de tintado de lunas en la calle Forata de Valencia, justo al lado del hospital Doctor Peset. Habían sido tintadores de lunas de coches ya en Venezuela, mucho antes de cruzar el charco. “Salimos de nuestro país por los problemas políticos que atraviesa. Hemos viajado a muchos otros sitios donde nos hemos tratado de adaptar, pero no ha sido fácil, porque, al fin y al cabo, no hay nada como tu casa”, relata Luis.
Su sexualidad ha marcado sus vidas, aseguran. No se sentían seguros en Venezuela ni en otras partes del mundo donde han probado a vivir, como en Argentina, por ejemplo, donde Luis fue agredido físicamente. “Allí tuvimos problemas de homofobia, y eso que parece un país más libre. Me pegaron por la calle por ser gay. La policía no hizo nada, ni siquiera miraron las cámaras de seguridad que había en la zona, y eso que se lo dijimos”, lamenta el joven.
La agresión fue un punto de inflexión, “pero en realidad fue un cúmulo de factores. Ya no nos sentíamos seguros y la economía no iba muy bien. Tenemos que pensar no solo en nosotros, sino en nuestros padres. Aquí en España lo normal es que los padres ayuden a los hijos, pero en nuestro caso es al contrario. Nosotros tenemos que enviar dinero cada mes porque si no, no tienen de nada allí”, apunta Luis.
En Venezuela trabajó de muchas cosas antes de conocer a Eladio. Fue dependiente en una tienda y cocinero en un restaurante. Pero después llegó el amor, y con él, una opción de vida diferente de las que había experimentado hasta el momento: el tintado de lunas de coches. “En Venezuela se tinta todo, incluso la luna delantera del parabrisas. No hace falta homologar ni nada, el cliente es muy diferente”, explica Eladio. “Aquí el cliente es otro mundo. Para empezar, es multicultural, hay muchos extranjeros, cada uno de ellos con sus diferencias culturales. En Venezuela solo lidiábamos con venezolanos, obviamente” (se ríen). “Nosotros tenemos el mismo ánimo y espíritu todo el año, ya sabes, latino, de sangre caliente. Siempre andamos cambiando esto y aquello, mejorando nuestros vehículos. Aquí nos hemos dado cuenta de lo que son las temporadas. En invierno la gente gasta menos, sale menos de casa, le apetece hacer menos cosas en general, también a sus coches”, detalla Eladio.Se repartieron las tareas. Luis iría gestionando el papeleo de la apertura y Eladio continuaría trabajando en un taller de tintado de lunas en el que le ofrecieron el famoso contrato indefinido. Necesitaban dinero para abrir el negocio y mantener el piso en el que viven, el mismo en el que vivían en la segunda fase del sistema de acogida con la ONG, pero ahora pagando ellos las facturas, alejados de las redes asistenciales. El primer día que levantaron la persiana de su nuevo taller ya tuvieron un cliente. Para los meses de verano ya tenían unos doce al día. “La verdad es que nos va muy bien, estamos muy contentos. En plena pandemia y tirando delante de un negocio”, reconoce Eladio, orgulloso del camino recorrido. Cada euro que entra se reinvierte en el propio local. “Compramos más material, pagamos el préstamo que nos dejó un amigo para poder poner el negocio en marcha. Ahora vamos a remodelar el suelo del garaje y el baño. Estamos invirtiendo también en la imagen, la página web, redes sociales, Google”, cuenta Luis, con la sonrisa y la ilusión de quien sabe que el futuro es suyo.
