La mirada de Nayade: de la alfabetización a la literacidad

La mirada de Nayade: de la alfabetización a la literacidad

Rafael de Luque Esteban | Altaveu #5 2022

Escucha la lectura narrativa del artículo de la mano de su autor.

Es una de esas frías noches de invierno, en la que apetece reflexionar y compartir… 

Pienso en Nayade, una mujer que llegó a Valencia desde Siria, hace ya unos años, huyendo de la guerra. Amparada en el seno familiar, tímida y medio oculta tras su sobria y serena fachada, era incapaz de escribir en su propia lengua, pues nunca había recibido una educación reglada; mas de la otra, de la vital, estaba repleta… Todavía recuerdo el día que nos despedimos, la manera en que se situó ante mí y cómo fue su última mirada…  No habló, como ocurrió el día que la conocí -nosotros, que basamos tantas clases en las palabras-; pero aquel silencio no pudo tener mayor significación, con aquellas pupilas mirando directamente a las mías, resumiendo las horas, días y meses de trabajo compartido. Y me conmovió.

Como alguien dijo una vez, y aseguro que con razón, el proceso de alfabetizar en adultos posee un inicio incierto y un final imposible, propio de la mitad de una historia, en la que el profesor no abre ni cierra, pero sí transforma. En el tránsito de la A a la Z, a veces, hay más que una ausencia: las letras que no llegan a los treinta años, ni a los cuarenta, nunca poseen una causa ligera. No, cuando hubo una vida en la que el esquivo destino reviró en cada oportunidad de aprender un código escrito, de relacionarse con él y de interactuar con un sistema que lo presupone en todo el mundo.

Pero «todo el mundo» nunca es todo –lo digo tras un relámpago-, así que lo que resta para resolver la ecuación son personas que quedan en los márgenes, con sus nombres y apellidos, aunque no los puedan escribir, y cuyas firmas tienen tanto el encanto de lo sencillo como el horror de lo orillado. Tal vez, procedan de Siria, como Nayade; de Honduras, de Senegal, de Afganistán o de Mali. Por este motivo, desde la distancia, en ocasiones, pierden aquí sus nombres y se convierten en cifras ante nuestros ojos -775.000.000 de adultos-; en cifras ante nuestras conciencias -258.000.000 de niños y niñas-; <<en cifras>>, pienso, tras un escalofrío. 

Cifras que ocupan una línea en este escrito a cuenta de las que se dejaron de trazar en las listas de unos colegios donde nunca se inscribieron, o, quizá, de un trabajo cualificado en el que, difícilmente, se les consideró. Números que resultan espantosos, pues se expresan en millones y acontecen en un siglo, el XXI, que antaño parecía encaminarnos hacia un hogar más maduro, más luminoso; pero que se nos presenta ahora lleno de enredos y contradicciones. Una realidad que es todavía más áspera, cuando una de esas personas, además, se ve forzada a escapar de su país y a perderse entre los 80 millones de seres humanos que no peregrinan, ¡huyen! y buscan un futuro. Simplemente eso, un futuro en la Humanidad.

Sí, es una de esas frías noches de invierno…, en las que apetece compartir y hablarte… 

Cuando te sitúas ante una persona que no se ha alfabetizado, y es adulta, lo primero que has de plantearte es tu propia conceptualización acerca de la alfabetización. ¿Consiste en enseñar a leer y a escribir? Parece una respuesta pertinente. Sin embargo, yo me sitúo siempre algo antes. Pienso no solo en el camino, también en su fin más ontológico: la alfabetización como fuente de libertad, recogida, desde 2003, por la Unesco, y que enlaza con aquella noble aspiración de los Derechos Humanos de 1948 -de la que emana-, merced a la cual, toda persona tiene derecho a ser educada. ¿Puede un docente, en tales circunstancias, situarse ante este escenario y pensar que tan solo va a realizar un ligero acompañamiento? ¿No es preciso, acaso, sentir una llama que se rebela? ¿Un cierto inconformismo, una equilibrada beligerancia que desea esforzarse al servicio de una restitución? No hay utopía sin pasión, ni transformación sin empeño. 

Pero hay más.

Si me permites el juego, supongamos que estás esperando una información importante para ti, una de la que depende tu futuro inmediato y que puede dictar un devenir. Por fin, cuando, tras una espera que parece infinita, llega la respuesta, te encuentras, en un papel con un curioso membrete, algo así como «你在工作中被選中»; o este otro, tal vez, en una hoja perfumada de alto gramaje, «მე ყოველთვის მიყვარდი»; o, acaso, este último, » تو سرطان را شفا دادی «, tras una enorme cruz encerrada en un círculo…   

No es ya, como, sin duda, te ocurre a ti ahora, una cuestión de reconocer un código lingüístico expresado en grafemas (letras). Es, más bien, una voz enmudecida, un absoluto negro sobre blanco que nada dice, aunque diga mucho. Siempre existirá la presunción de un mensaje en la mente del adulto, que le situará, estén presentes o no, ante ideas que tema o que necesite, y le forzará a depender de otros, ya sean próximos y aliados, ya extraños voluntariosos, o hasta seres indiferentes que cayeron a su lado. ¿Y su integración? Amparados por sus familias, horadados en la profunda tierra de un campo de recolección o, quizá, manejando frías nasas en un barco pesquero, en los mejores casos. ¿Comprendes ahora el punto de partida?

Es una de esas noches de invierno, en las que apetece escuchar música tibia y mirar a través de la ventana. Una noche donde quiero recordar nombres, ahora que sus compases parecen inundar mi habitación, pulsando y vibrando en los cristales, hasta despertar el recuerdo de aquellos estudiantes por alfabetizar que tuve ante mí; por lo general, en clases con una o dos personas, en torno a la mesa de un aula, en cuyos bordes nos acomodábamos como quienes se disponen a iniciar, con toda la intimidad del mundo, una partida de póquer. 

Cuántos procesos compartimos, cuánto espacio me concedieron…

Algunos, los más jóvenes, rápidamente concebían las clases como una oportunidad. Su ritmo era ágil, su mente deseaba nutrirse con ansia, devorando cada sesión con ocurrencias, como Osmani, que venía a clase con frases memorizadas de viejas películas de gánsters. Era tan orgánica la manera en que su cerebro establecía conexiones y generaba estrategias. Alcanzó en seis meses el nivel B1. 

Otros, si eran más mayores -especialmente, varones-, podían sentirse expuestos, vulnerables, y mostrarse evasivos o huidizos al comienzo (unos días o varios meses) porque, hasta ese momento, se habían protegido tras otras funcionalidades que les permitían detentar un rol social que ahora se alteraba y, a su vez, les reconectaba ante un pasado en el que, quizá, hubo expectativas que no se cumplieron. 

En ocasiones, -esta vez más en mujeres- había cierto desconcierto inicial, un punto de sorpresa, pues se habían habituado a un papel familiar en el que, siendo reconocidas y válidas, sin embargo, parecían restringirse al entorno doméstico. De repente, cobraban protagonismo en otro ámbito, uno en el que, sin desdeñar sus bondades previas, ampliaban el registro con nuevas significaciones. Ellas siempre avanzaron con mucho dinamismo.

Alfabetizar a un adulto ha de considerar, por tanto, al ser completo que es, por más que en el hábitat de la clase todo les resulte nuevo, no exista contrato pedagógico previo y se requiera avanzar muy lentamente, especialmente en los inicios. Considerar esto crea un marco de interlocución, de respeto inherente al ser que aprende, a su inteligencia, que es múltiple; pero también a sus competencias, aficiones y gustos, de las que el docente hábil hará uso. 

¿Imaginas, con toda esta complejidad cognitiva, cuyo inicio es incierto y, por tanto, heterogéneo, rico y variado, qué repercusión tiene en estas clases concebir este tipo de enseñanza como la fría repetición de una simple letra, a modo de trazos mecánicos sin sentido; o qué aporta el escribir una frase del estilo de «Las castañas de Cáceres son encomiables». Prácticamente nada, por más que ello nos retrotraiga a nuestra infancia o lo veamos en nuestros niños más pequeños. El 50% de una clase de alfabetización será oral, que es desde donde comenzarás a integrar a una persona ya adulta, pues así se ha conducido en la vida hasta ese momento. Desde ahí, la relacionarás con sus compañeros y, en clases más amplias, donde podrá compartir espacios, propios de un nivel A1, convivirá con personas con mayores destrezas, que servirán de modelo y permitirán juegos de preguntas y respuestas o transacciones comunicativas. Un espacio cómodo, distendido, acogedor, donde, a veces, lo más importante sea conocer al otro -o mostrarse ante él-; comprender un tipo de vida o caminar por una ciudad. Y así, poco a poco, superar reticencias y construir las vías que nos llevarán a inesperadas alianzas en la toma de la conciencia lingüística, ya sea oral o escrita. 

Solo entonces, en procesos paralelos o subsidiarios, según el día, irás saltando por las diferentes dimensiones de la palabra escrita -central, periférica, textual y afectiva-, a través de los métodos sintéticos y analíticos –lo dejo como un apunte-, que, por resumirlos bajo la luz de la luna, implica enseñar las letras en una doble vía -fonológica y léxica-, desde el marco de un texto significativo y de un contexto comunicativo. 

Asimismo, -digámoslo en este momento climático-, caminarás hacia la conciencia combinada de esos extraños signos, llamados letras, que abordaremos de manera aislada o discriminándolos desde unidades más amplias, según establezcamos. Y todo sin olvidar la diversificación de estímulos, la asociación con imágenes y la resolución de problemas, así como el entorno social y emocional con el que trabajamos y sus necesidades de inserción laboral, base futura de su estabilidad en la vida.

Por eso, como señalan los estudiosos, el resultado de la alfabetización es algo más que aprender letras o reproducirlas: es desarrollar competencias y habilidades, un sentimiento crítico, una capacidad discriminatoria, un sentido global. La literacidad de la lengua, en definitiva. 

Será, entonces, cuando ocurra. 

Un día, en mitad de una explicación, percibirás a un alumno o a una alumna que te observa y sentirás una mirada llena de comunicación -disociada repentinamente de la clase, como en otra dimensión-; pero repleta de solemnidad y adhesión… Profunda, dialéctica, intensa y, al mismo tiempo, cálida y respetuosa. Poseerá tanta convicción que parecerá querer expresar con palabras, aunque calle, una transformación que se reconoce, un paradigma que cambió. Y te conmoverá y te atravesará, y ya nunca podrás olvidarla. 

Así sentí aquella última mirada de Nayade. 

Tiempo después, supe que iba a ser mamá, y quise suponer que ella y su marido, al que también alfabeticé, seguramente, podrán un día ayudar a su retoño en las tareas escolares y quizá, solo quizá, haya un ligero y rápido pensamiento hacia este espacio de Accem en Valencia, en el que un profesor, junto a sus compañeros, compañeras y camaradas, trató de romper un techo, luchar por un derecho y propiciar, desde su ámbito, una mayor integración para poder elegir, más allá de las dificultades, un porvenir… 

¡Y qué feliz me hicieron!

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