Arturo Borra López | Altaveu #5 2022
A) Hacia un análisis interseccional
Cada época fabrica sus mitos para poder justificarse. Un mito no es necesariamente un relato falso; se limita, más bien, a atribuirle a algunas imágenes un valor universal que, en verdad, no tienen. Como decía el semiólogo francés Roland Barthes, el mito convierte la historia en naturaleza, es decir, atribuye a una experiencia particular un alcance general del que carece. En el caso de las sociedades europeas, conceptos como «igualdad de oportunidades y no discriminación», «mercado laboral inclusivo» o «gestión de la diversidad», incluso si defendemos su valor normativo, pueden convertirse en mitos si les atribuimos el rango de realidades generalizadas. Si bien bastaría un análisis de las brechas laborales de género para desmontar semejantes mitos, dicho análisis seguiría siendo insuficiente para comprender otras brechas que se producen con respecto a los colectivos de personas solicitantes de asilo y refugiadas. Aunque sigue siendo necesario evidenciar las desigualdades laborales en materia de género (brechas retributivas y contractuales, dificultades de conciliación de vida personal, laboral y familiar, techo de cristal, segregación ocupacional, falta de corresponsabilidad, entre otras), también es preciso dar cuenta de otras formas de desigualdad laboral, introduciendo variables de análisis como la «clase», la «etnia», la «nacionalidad», la «raza» y la «edad» (1).
A ese análisis multidimensional -basado en una perspectiva interseccional- recurriremos a continuación para pensar las específicas dificultades que se le presentan a las personas solicitantes de asilo y refugiadas, atendidas desde el Programa Accem Ariadna de Integración Sociolaboral para Personas Refugiadas.
B) Desigualdades que se cruzan
N. es peluquera y esteticista con más de 10 años de experiencia en su país de origen. Es una mujer mayor de 40 años, solicitante de asilo, de origen pakistaní, musulmana, licenciada en Magisterio, con un nivel medio de castellano. A pesar de sus estudios superiores, desde su llegada a España, su posición económica ha sido cuando menos desfavorable, aun cuando dispone de su permiso de trabajo en vigor. Conocedora de las dificultades para ejercer como profesora en España, desistió de homologar sus estudios. A efectos de ampliar sus oportunidades de empleo, mediante el apoyo de Accem, N. ha optado por formarse en limpieza hospitalaria, obteniendo su correspondiente certificado de profesionalidad, convencida de que así tendría una salida laboral segura. Si bien estaban dadas las condiciones para intermediar con diferentes empresas, lo cierto es que su proceso de inserción laboral ha estado plagado de dificultades: i) dificultades para obtener el número de Seguridad Social necesario para trabajar (a pesar de ser un derecho reconocido a las personas solicitantes de asilo); ii) imposibilidad para trabajar en el ámbito educativo, acorde a los estudios universitarios de la persona; iii) dificultades para trabajar en peluquería y estética, no obstante su amplia experiencia laboral y…, finalmente, iv) dificultades para trabajar como operaria de limpieza, pese a su formación ocupacional acreditada. Si bien N. es una trabajadora responsable, su candidatura para el sector de peluquería y estética se topó con el “muro blanco” de la desestimación sistemática, aun cuando había procesos abiertos de selección de personal. Incluso cuando desde dichos centros se accedió a entrevistar a la candidata, los únicos ofrecimientos en firme fueron trabajar como “falsa autónoma” o con un contrato a jornada parcial algunos días sueltos. Hubiese bastado un contrato temporal para que N. accediera a un empleo regular, pero ni siquiera contó con esa oportunidad.
Ante esta situación, se optó por presentar su candidatura en empresas de limpieza y, posteriormente, de cuidado de personas. Apenas dos empresas colaboradoras accedieron a entrevistarla para considerar sus servicios laborales. Ni siquiera disponiendo del apoyo de la Agencia de Colocación del Ayuntamiento, N. pudo acceder a un empleo decente. Aunque la inserción laboral de N. no debería haber resultado especialmente complicada, los obstáculos no han cesado de proliferar. Solo la conexión con su grupo de pertenencia le ha permitido obtener un empleo, aunque para ello ha tenido que cambiar de ciudad de residencia. Por lo dicho, una explicación satisfactoria del caso no se limita a un análisis de candidaturas. Tiene que incluir factores contextuales de carácter no laboral, comenzando por el racismo, la islamofobia, la aporofobia y la xenofobia que atraviesan nuestra sociedad. La supuesta “igualdad de oportunidades” chocó una vez más con el muro de la desigualdad real.
C) Derechos laborales y humanos vulnerados
MJ, tras la concesión de su permiso de trabajo como solicitante de asilo, comenzó a trabajar para una familia como cuidadora interna de una persona mayor. A pesar de que no le ofrecían contrato de trabajo, MJ aceptó el empleo sumergido por necesidad. Aunque el acuerdo verbal estaba centrado en el trabajo de los cuidados, sin siquiera respetar el salario mínimo interprofesional, poco tiempo después de comenzar a desarrollar su labor, las demandas de la empleadora fueron crecientes: limpieza, cocina, planchado y, semanas después, ¡pintura de habitaciones! El trato no solo no fue a mejor: en pocos meses, MJ se vio envuelta en un entorno laboral hostil, que incluía insultos racistas recurrentes, tareas adicionales no remuneradas, falta de contrato, horas extra no reconocidas y vejaciones varias (incluyendo la exigencia por parte de la empleadora de que se arrodillara y pidiera perdón por presuntas tareas mal hechas). No es solo que se estuvieran incumpliendo derechos laborales elementales; también se estaban incumpliendo algunos de sus derechos humanos básicos (como ocurre regularmente con respecto a las trabajadoras “internas”) al negársele siquiera un trato respetuoso y no discriminatorio o el reconocimiento de su dignidad como persona.
Además del recordatorio de una economía sumergida en la que trabajan de forma irregular cientos de miles de personas, privadas de derechos y sometidas a un trato que dista de ser respetuoso, es el propio mercado formal de trabajo el que fracasa en la inclusión sociolaboral de estas personas. ¿Por qué grandes empresas nacionales ni siquiera atienden las solicitudes de empleo de personas procedentes de otras partes del mundo? ¿Por qué cuesta tanto que una persona extranjera trabaje en sectores cualificados cuando tiene formación acreditada? ¿Qué está haciendo el empresariado para reducir las brechas en materia de igualdad de oportunidades y no discriminación con estos colectivos? ¿Qué sentido tiene fijar requisitos que la absoluta mayoría de personas refugiadas y migrantes no cumple, como no sea excluirlas de los procesos de selección? Y dentro del orden de los «requisitos ocultos», ¿qué papel juegan la nacionalidad, la edad, el sexo, la religión, la raza o la posición económica?
No es preciso convertir las estadísticas en única fuente de saber. El grado de inclusividad del mercado no se mide por la simple disyuntiva entre tener trabajo o no tenerlo (aun cuando la tasa de desempleo de las personas extranjeras sea muy superior a la de la población local), sino por el tipo de empleo al que pueden acceder ciertos colectivos y la calidad dispar de dichos empleos. Que en España, aproximadamente, un tercio de sus personas trabajadoras esté por debajo de la línea de pobreza debería ser advertencia suficiente de que no basta trabajar si no se aseguran condiciones laborales y salariales dignas. Un «trabajo decente» no está al alcance de todos y todas. Lo sabemos incluso si no recurrimos a las estadísticas del INE.
D) Sobre la “gestión de la diversidad”
Es claro que necesitamos introducir en las organizaciones –tanto públicas como privadas- herramientas de gestión de la diversidad. Sin esa gestión, lo que tenemos es un mercado laboral excluyente. Insistir en esa necesidad es poner en cuestión que esa gestión ya sea una herramienta transversal y generalizada en el campo empresarial e incluso gubernamental. Porque hay diversas diversidades y un certificado de discapacidad o de exclusión social no es suficiente para hacerlas visibles. Simplificarlas es la mejor manera de omitirlas, de no gestionarlas en sus especificidades.
Se habla con razón de los beneficios de la gestión de la diversidad: nuevas ventajas competitivas, reconocimiento positivo por parte de diferentes grupos de interés, cumplimiento de normativas nacionales e internacionales fundamentales para mejorar la rentabilidad sin perder de vista la dimensión social y ecológica de las empresas… Aun así, ¿cuánto más nos llevará como sociedad gestionar de forma efectiva diversidades, creando una sociedad igualitaria y un mercado laboral inclusivo? ¿Qué medidas están tomando gobiernos, empresas y sindicatos para promover esa gestión, acorde a un mandato democrático de convivencia intercultural? ¿Qué proporción de organizaciones han introducido la gestión de la diversidad en sus procesos de selección? ¿Cuántas se limitan a contratar a personas nacionales, sin diversidad funcional, jóvenes, blancas, sin cargas familiares, de clase media y, cómo no, culturalmente próximas?
Una plantilla culturalmente homogénea no es necesariamente más eficiente. Tampoco garantiza la cohesión ni evita el conflicto. Los conflictos interpersonales existen no porque seamos diversos, sino porque somos humanos. Y si algo puede hacer esa humanidad diversa es mejorar precisamente el desempeño de una organización. Para ello habría que empezar por algo sencillo: escuchar, por ejemplo, a M.F. que, desde joven, ha trabajado como agricultor en Marruecos. ¿Por qué no podría aportar su experiencia laboral y su diversidad dirigiendo una cuadrilla? ¿Por qué J. B. no podría formar parte de la gerencia comercial de una empresa, teniendo 15 años de gestión de equipos de venta? ¿Por qué los hermanos yemeníes S. y N. no pueden ejercer como técnicos informáticos teniendo una carrera universitaria a sus espaldas en vez de tener que trabajar 10 horas en una empresa de reparto? Más en general: ¿por qué la mayoría de las organizaciones siguen empecinadas en concebir la diversidad como una anomalía?
E) ¿Qué es un muro?
Si es de las personas que piensan que todo el mundo tiene dificultades laborales, pregúntese si ha estado afectado por lo que se conoce como «confinamiento sectorial» (trabajar en sectores intensivos de baja cualificación y en condiciones precarias), sufriendo «segregación ocupacional» (habitualmente, varones jóvenes que solo son contratados como peones agrícolas y mujeres de diferentes edades contratadas como trabajadoras del hogar y cuidadoras de personas). Analice también si alguna vez ha cobrado menos por ser local (la brecha salarial también la sufren las personas migrantes y refugiadas), si ha obtenido un empleo sin contrato ni vacaciones a pesar de tener sus permisos en vigor, si ha trabajado sin herramientas mínimas de seguridad, si ha sido excluido de una selección por ser varón, blanco, cristiano, de clase media… Si no es su caso, tendrá que concluir que las dificultades varían de forma significativa según su identidad, más allá de sus méritos profesionales.
Un muro, aquí o allí, es una barrera que impide el paso. Así, mientras algunos disponemos de ciertos privilegios, otros se topan con un muro blanco (administrativo, formativo, laboral). Aunque sean muros invisibles, impactan contra el cuerpo de muchas formas (basta mirar la siniestralidad laboral para saber que no es una broma). Vivir en medio de muros invisibles puede generar claustrofobia. No sentirse encerrado no significa que no existan los muros, sino que se está del otro lado. Lo cierto es que nadie debería trabajar en esas condiciones. Es una cuestión ética y jurídica. De ahí la importancia de una legislación laboral adecuada y de la implicación de las administraciones públicas en garantizar condiciones laborales dignas. Sin esos controles públicos, los mitos impiden ver a quienes están del otro lado.
Deberíamos cuidarnos de no convertirnos en muros. Algo así es la ética: no cerrar los ojos ante ese sufrimiento colectivo y movilizarnos para que las ideas sean algo más que mitos. Porque lo que está en juego no es solo nuestra conciencia moral, sino la posibilidad de derribar esos muros. Y para eso necesitamos personas dispuestas a implicarse, a asumir responsabilidades compartidas, a luchar por derechos negados o postergados. En definitiva: a construir un mundo en el que la igualdad, la inclusión y la diversidad no sean simples mitos para calmar nuestra voluntad de justicia.
